Por Canal26
Sábado 25 de Enero de 2025 - 04:54
Minsk, 25 ene (EFE).- El bielorruso Alexandr Lukashenko ha logrado permanecer en el poder durante más de 30 años apoyándose en un férreo control estalinista de la sociedad, la represión de todo atisbo de disenso a manos del KGB y de una economía planificada subsidiada por los hidrocarburos rusos.
"Ahora no estamos para debates. Ahora no son palabras lo que necesitamos. Sé que hay debates, pero no he visto ni uno", comentó durante la campaña electoral sin esconder su desdén por los procedimientos democráticos.
Lukashenko es a sus 70 años el mandatario europeo que lleva más años en el cargo. Sólo su colega ruso, Vladímir Putin, le hace sombra con sus 25 años como presidente y primer ministro.
Durante estas tres décadas ha visto caer a muchos dirigentes, desde Sadam en Irak; a Gadafi en Libia; Yanukóvich en Ucrania o, el más reciente, Bachar al Asad en Siria, pero él sigue incombustible en su puesto.
Un paseo por Minsk confirma la clave de su éxito, conservar las esencias del modelo soviético, tanto en el sentido arquitectónico como político y económico. Como si la URSS no hubiera desaparecido, Bielorrusia sigue exportando tractores, madera y fertilizantes.
De hecho, Lukashenko llegó al poder en 1994 -menos de tres años después de la caída de la URSS- aprovechando los miedos que entre la población causaba la terapia de choque que en Rusia condenó a millones de rusos a la miseria.
El Estado paternalista se encarga de satisfacer las necesidades del pueblo y de impedir que los oligarcas se apropien de los activos estatales a través de fraudulentas operaciones de privatización.
En cuanto al resto de la población, Bielorrusia es el único país europeo donde aún se aplica la pena de muerte, lo que le mantiene al margen del Consejo de Europa.
Muchos son los que aseguran que Lukashenko no soporta al presidene ruso, Vladímir Putin, y viceversa. De hecho, en Minsk mantienen que fue el Kremlin quien financió las protestas antigubernamentales de 2020 que estuvieron a punto de derrocar al dictador bielorruso.
Desde que Putin llegara al poder hace un cuarto de siglo, Moscú subvenciona la economía bielorrusa hidrocarburos a precio de amigo, lo que permite a Minsk exportar petróleo refinado.
En varias ocasiones al jefe del Kremlin pareció que se le acababa la paciencia. El problema radica en que, aunque ambos países han impulsado la Unión Estatal Rusia-Bielorrusia, Lukashenko no quiere que su país sea un mero protectorado del Kremlin.
No obstante, hace cinco años pareció dar su brazo a torcer. Cuando parecía que la oposición se haría con el poder, Putin le ofreció su apoyo, incluido militar, para aplastar la revuelta. Putin salvó a Lukashenko.
A cambio, Minsk cedió en 2022 territorio bielorruso para la invasión de Ucrania y después pidió el despliegue de armas nucleares tácticas. Le guste o no, Bielorrusia es cómplice, aunque no sea parte beligerante, en la guerra, con lo que Lukashenko ha vinculado su futuro político al de Putin.
Occidente nunca ha sabido qué hacer con Bielorrusia. Primero intentó financiar a la oposición democrática. Después apostó por la Realpolitik y ahora, de nuevo, aboga por las sanciones y el aislamiento.
Nada funcionó. Bielorrusia sigue siendo un agujero negro en medio del continente europeo. Cada cuatro años los observadores occidentales condenan las elecciones que Lukashenko gana con más de dos tercios de los votos.
El panorama cambió en 2020, ya que su insistencia en negar la existencia de la epidemia del coronavirus le convirtió en un apestado para muchos bielorrusos. La oposición democrática se convirtió por primera vez en una alternativa.
Lukashenko no aceptó el guante y manipuló los resultados electorales. Las consiguientes protestas, las mayores desde 1991, fueron duramente reprimidas.
El líder bielorruso se ganó a pulso su fama de último dictador de Europa. Apenas nadie reconoció su victoria, pero mañana se presenta a la reelección para un séptimo mandato. Un superviviente.EFE
mos/amg
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