En 1962 el mundo estuvo al borde de un enfrentamiento nuclear entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Qué similitudes y diferencias existen con la situación actual. Cómo se resolvió y la importancia de la "mutua destrucción asegurada".
Un 16 de octubre de 1962 inició lo que hoy se conoce como La Crisis de los Misiles de Cuba. Durante 13 días el mundo observó atentamente, como en ningún otro momento de la Guerra Fría, la posibilidad de un enfrentamiento directo, y por ende nuclear, entre Estados Unidos y la Unión Soviética. Hoy, en un mundo de creciente competencia entre grandes potencias, son varias las lecciones que se pueden extraer de este hecho.
Comencemos por el contexto, con dos hechos clave:
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En este contexto, durante las primeras dos décadas de Guerra Fría –y un poco más-, la ofensiva fue usualmente soviética, mientras que la estrategia estadounidense fue la contención: una política defensiva que implicaba evitar la expansión soviética más allá de su área de influencia.
A medida que avanzaba la Guerra Fría, y soviéticos y estadounidenses recrudecían su enfrentamiento, la capacidad de maniobra del resto de los países del globo era cada vez menor. Dos eran los grandes actores del tablero global, y el resto de las naciones, con alguna que otra excepción, eran parte del escenario. Jugar equivocadamente se paga caro, una lección que no debiéramos olvidar si acaso EE.UU. y China hoy hacen de su disputa algo similar.
Por ello, cuando el conflicto entre Cuba y EE.UU. se profundizó, La Habana buscó apoyo en Moscú. Para los soviéticos, la perspectiva de ganarse un aliado frente a las narices de su máximo adversario era una oportunidad inmejorable, y la aprovecharon. Desde Washington quisieron cortar toda posibilidad de acercamiento intentando remover a Castro del poder con una operación militar en la llamada Bahía de Cochinos, que resultó en un fracaso absoluto. Cuba se consolidaba entonces como una pieza fundamental dentro de la influencia soviética.
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Una vez conformado el eje Moscú-La Habana, el líder soviético Nikita Kruschev tuvo la iniciativa de proponer a Castro instalar misiles en suelo cubano apuntando hacia EE.UU. De acuerdo a lo que escribió en sus Memorias, de esa manera podría lograr paridad estratégica con EE.UU., que tenía misiles en Turquía e Italia apuntando a suelo soviético. Además, podría defender a La Habana de un nuevo intento estadounidense de derrocar a Castro.
Cuba aceptó la propuesta soviética, aunque había una diferencia en la implementación: Castro proponía hacerlo público, ya que en definitiva era un acuerdo entre aliados. Pero Kruschev, consciente del significado y de la actitud que adoptaría EE.UU. al conocerse la intención, quería hacerlo en secreto y poner a los estadounidenses ante un hecho consumado. Así se hizo, o al menos se intentó.
Hagamos un paréntesis para comprender la magnitud de la situación: estos no eran misiles cualquiera. Podían llevar carga nuclear –léase, ojivas nucleares-, y podían llegar casi a cualquier parte del territorio estadounidense. Es decir, capaces de destruir Nueva York, Los Ángeles o Houston en cuestión de minutos. Una de las razones por las que este tipo de arma no se usa desde la Segunda Guerra Mundial es porque una guerra nuclear sería probablemente el fin del mundo conocido, o al menos de buena parte. Es la posibilidad de destruir al adversario, y a la vez un suicidio. ¿A qué se debe esta situación?
La clave está en que, ante un ataque de mi adversario, yo tenga tiempo de responder. Es decir, si EE.UU. atacaba a la URSS con misiles, el tiempo de llegada de los proyectiles a su objetivo daría tiempo suficiente a la URSS para responder. Sería destruida, pero una vez en el aire, los misiles no podrían ser detenidos desde Washington, que eventualmente sufriría el mismo destino. A esta situación se la conoce como la mutua destrucción asegurada o directamente disuasión nuclear, y es un principio que todavía opera entre las potencias con armas nucleares.
Volvamos a Cuba. Poner ese tipo de misiles tan cerca de suelo estadounidense no les daba paridad a los soviéticos, sino más bien la ventaja. ¿Tendría tiempo EE.UU. de responder a un ataque nuclear tan cerca de sus fronteras? Es posible que no y, de ser así, quedaba cerca de ser derrotado. Era casi un jaque mate.
Mientras los soviéticos enviaban a Cuba las partes para armar los misiles, un avión espía estadounidense que sobrevolaba la isla volvió a casa con imágenes que hacían presumir que cubanos y soviéticos estaban preparando algo grande. Otro avión lo confirmó. Las imágenes que tenía en su escritorio el presidente estadounidense, John F. Kennedy, no dejaban lugar a dudas. Comenzaba oficialmente la crisis de los misiles.
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Kennedy, presionado para atacar Cuba, sabía que avanzar sobre la isla y causarles bajas a los soviéticos era provocar una reacción en cadena. El ataque sobre suelo cubano podía ser respondido, a su vez, por un avance de los soviéticos sobre Berlín. Era el camino a la tercera guerra mundial, esta vez con armas atómicas. ¿Cómo lograr que sacaran los misiles sin el uso de la fuerza? Esa era la pregunta a resolver.
Entre las medidas iniciales que tomó Kennedy se encuentra la denominada cuarentena, que en rigor era un bloqueo naval sobre Cuba para impedir que los barcos soviéticos siguieran pasando. Uno de ellos logró avanzar, quizás el momento de máxima tensión de la crisis.
Pero, en definitiva, la cuarentena le compró tiempo, hasta que se abrieron canales secretos de negociación entre el embajador soviético en Washington Anatoly Dobrynin, y el hermano del presidente, Robert Kennedy.
Ambos líderes estaban presionados. Kennedy estaba siendo percibido como débil por el establishment norteamericano, que veía que en Berlín, Vietnam o Cuba, los soviéticos o sus aliados parecían victoriosos; Kruschev, por su parte, tuvo con los misiles una iniciativa que no estaba dispuesto a llevar a sus últimas consecuencias –es decir, la guerra nuclear-, pero de la que ya no sabía cómo retroceder sin parecer derrotado y con el prestigio severamente disminuido.
Entre idas y vueltas, finalmente encontraron la fórmula: EE.UU. debía prometer no invadir Cuba y retirar sus misiles de Turquía (¿una victoria para la URSS?), y Moscú haría lo propio con los misiles en suelo cubano. Kennedy aceptó, con la condición de que la retirada de los misiles en Turquía se hiciera en secreto, y la URSS no podría decir nada al respecto durante los primeros seis meses. Las partes llegaron a un acuerdo y, se podría agregar, cumplieron. Huelga decir, Fidel Castro no fue llamado a la mesa de negociación y, aunque en desacuerdo con el resultado, poco pudo hacer.
Ni Kennedy ni Kruschev sobrevivieron demasiado en sus puestos luego de la crisis. El primero sería asesinado un año después, el segundo sería destituido de su cargo a los dos años. Cuánto de este hecho tiene relación con ambos finales es tema para otra discusión. Ahora, lo que se debe resaltar, es que evitaron la colisión. También que, en un mundo plagado de conflictos con potencias nucleares involucradas, la disuasión nuclear sigue siendo un principio válido que evita que los acontecimientos se salgan completamente de control. Dios no permita que haya un error de cálculo.
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