El caso de canibalismo que conmocionó a toda España cumple un año. Repasá el hecho en la nota.
Por Canal26
Domingo 23 de Febrero de 2020 - 08:29
Detenido por hecho de canibalismo en España
El hecho de canibalismo de un hijo hacia su madre cumple un año y se recuerda como un episodio que conmocionó a España y a toda Europa.
Los Policías que acudieron al llamado de vecinos encontraron a una mujer que había sido descuartizada por su hijo y los restos estaban repartidos por la vivienda. El asesino se había comido algunas partes, también le había dado a su perro, según confesó el autor. Otras las estaba guisando en la cocina.
Justo cuando empezaron su jornada de trabajo, aquel 21 de febrero de 2019, el jefe de la oficina de denuncias y de atención al ciudadano (ODAC) ordenó a los policías E. y F. (prefieren no dar sus nombres) que se dirigieran al número 50 de la calle de Francisco Navacerrada, a unos 300 metros de la plaza de toros de Las Ventas.
Hipólita, una amiga de la dueña de un piso en ese inmueble, había acudido a la comisaría para denunciar que llevaba días llamándola por teléfono y que no contestaba. Tampoco la había visto en el supermercado en el que realizaba las compras. Eso hizo sospechar a la mujer que algo raro estaba sucediendo.
Cuando llegaron a la vivienda, llamaron al portero automático. Les contestó el hijo, Alberto Sánchez García, de 26 años y con 12 detenciones, en su mayoría por quebrantar la orden de alejamiento. “Oye, Alberto, ábrenos la puerta, que somos la policía”, le dijo E. Pero colgó y no volvió a responder. Tocaron a otra vecina de esa misma planta, que les abrió. Subieron al primero C y comenzaron a llamar al timbre de manera insistente. “Alberto, venga, abre, que sabemos que estás ahí dentro”, le dijeron en varias ocasiones.
Primero les abrió con el gancho de seguridad de la puerta. Metió la cabeza y vio que realmente se trataba de la policía. “Venga, abre, que queremos hablar contigo”, le dijo F., mientras Alberto quitaba el gancho. Fue el momento que aprovechó para salir corriendo hacia la cocina.
“Sabíamos que algo malo estaba pasando. Sacamos nuestras armas reglamentarias, pero no entramos en la casa porque no veíamos nada. No sabíamos lo que iba a hacer, si iba a salir con algún cuchillo o algo parecido”, recuerda E. Le empezaron a gritar “¡sal, sal!” hasta que Alberto se puso en medio del pasillo con las manos en alto. “Venga, Alberto, sal, que no pasa nada”. El joven dio unos pasos y se acercó a la puerta de entrada de la casa mientras no paraba de decir: “Yo no he hecho nada, yo no he hecho nada”. “No paraba de dar manotazos con las manos, pero sin intentar pegarnos ni nada. Eso sí, muy agitado y muy nervioso”, añade F.
Este agente le ordenó que se tumbara boca abajo, a lo que accedió sin poner resistencia. Le preguntaron dónde estaba su madre y el joven les dijo que estaba “muerta”. Ambos pensaron que María Soledad Gómez, de 66 años, había fallecido por causas naturales y que el chaval no había sabido cómo afrontar su pérdida. “Lo primero que se nos vino a la cabeza es que la mujer estaría muerta tumbada en la cama. Sin más, como ocurre otras veces, que es a lo que estamos acostumbrados”, confirman ambos policías.
E. enfundó su pistola y entró en la casa. Allí se topó con una imagen propia de una película de terror o de cine gore. En la habitación principal, estaba la cabeza de la madre sobre la cama. Unas bolsas blancas rotas y desplegadas sobre el edredón hacían una especie de colcha improvisada. Al lado estaba parte del cuero cabelludo. Junto a la cama y la caseta del perro se hallaban las manos y parte de los brazos seccionados hasta el codo.
“Lo que jamás se me olvidará son las manos. Estaban intactas. La mujer llevaba las uñas pintadas con esmalte rosa”, describe E. El agente aguantó la respiración, con la intención de reaccionar a lo que había delante de él. “Llevo nueve años en la policía y jamás había visto nada igual. No sabía ni qué hacer”.
El funcionario volvió sobre sus pasos y empezó a rastrear el resto de la vivienda. En el baño, había restos de la mujer —supuestamente, los brazos—, restos de sangre y un cuchillo de cocina, todo dentro del plato de ducha. También se topó con un tupper abierto con un tenedor dentro y unos guantes de fregar amarillos, junto con manchas de sangre. En la cocina, que está abierta al salón, había un plato y varios túper con restos humanos —las piernas— y varias cazuelas con bolsas y más trozos en su interior.
“Pide apoyo, que la madre está muerta. La ha descuartizado”. F. no daba crédito a lo que acaba de oír. “¿Qué me estás contando? ¿Estás seguro de lo que dices?”, le respondió, mientras vio a su compañero pálido, con la cara desencajada. E. le dijo que llamara al Grupo de Homicidios y a la Policía Científica, y sacó al perro a la terraza. “Fueron momentos de mucho estrés, de muchos nervios, por todo lo que había pasado allí. Teníamos que asegurar la zona y que no se destruyera ninguna prueba”, comenta.
Alberto estuvo en todo momento inmóvil, sin abrir la boca, aparentaba estar ajeno a todo lo que pasaba. “Estaba frío como el hielo y en silencio. Parecía muy calmado. Ni siquiera le cambió la respiración cuando hablé con mi compañero. Había pasado de la euforia a una calma total”, recuerda E. La calma de quien confiesa, de quien se ve liberado.
A los pocos minutos, ambos terminaron su trabajo en la casa y se dirigieron al Grupo de Homicidios, en la sede de la Jefatura Superior de Policía de Madrid, cerca de Cuatro Caminos. La vuelta al coche camuflado fue de silencio total. Ambos compañeros intentaban digerir todo lo que acababan de ver. No había ganas de hablar. De exteriorizarlo. “Al principio, ni hablamos entre nosotros. Luego empezamos a comentar cómo alguien puede hacer algo así. Buscábamos una explicación para algo que quizás no la tiene”, explica F. Muchas preguntas y ninguna respuesta. “Cuando salió la noticia, se dijo que salimos a la calle a vomitar por la escena que vimos. Nosotros desde luego no fuimos. Aguantamos hasta que vinieron los refuerzos y nos marchamos a Homicidios”, añade E.
Ambos reconocen que aquella noche no pudieron dormir y que durante la primera semana lo pasaron “muy mal”, en especial E. No se borraban de sus mentes lo que habían visto. Los dos agentes volvieron al servicio al día siguiente. También al turno de tarde. Ambos tenían dentro un cóctel de emociones, una mezcla de haber cumplido con su trabajo, nervios y cierta falta de ganas. El sábado siguiente, E. se presentó al examen para ascender a oficial. Lo suspendió, pese a que se lo había preparado durante meses. “¿Cómo iba a hacer un buen examen si tenía la cabeza en otro lado? Era imposible”, resume E., que este año se presentará de nuevo. Ahora ya sin tener tan reciente al caníbal que se comió a su madre.
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