Inicialmente denominada como "enfermedad del vómito negro", su origen fue una incógnita para especialistas de la época desatando una tragedia en la Ciudad.
La fiebre amarilla fue una epidemia que azotó a Buenos Aires en 1871 y se convirtió en una de las mayores tragedias sanitarias que padeció la capital ya que murió el 8% de la población de esa época.
Inicialmente se creyó que los vectores de la enfermedad llegaron en un barco procedente de Paraguay, propagándose por las fuentes infecciosas de la ciudad porteña.
Una de sus consecuencias más impresionantes fue la implementación de un tren que transportaba a los muertos, conocido como "el tren de la muerte" y pasaba por pleno centro porteño.
“Un episodio de la fiebre amarilla en Buenos Aires”
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Para entender la situación sanitaria es necesario aclarar que estaba atravesada por arroyos que culminaban en la barranca del río. Los vecinos se abastecían a través de pozos, aljibes y aguateros que extraían agua de allí, el problema es que había presencia de basura, deposiciones humanas y de animales.
Esas aguas se distribuían sin saneamiento previo. El Riachuelo, límite sur de la ciudad, se convirtió en un sumidero de aguas servidas y desperdicios. Sumado a esto, se carecía de un sistema de cloacas, los deshechos acababan en pozos negros que contaminaban napas y los pozos de extracción.
El calor y las lluvias del verano estimularon la proliferación del mosquito, al igual que la contaminación de las calles y terrenos que estaban rellenadas con basura para nivelarlas. De hecho, muchos cadáveres eran arrojados a las calles por falta de espacio en hospitales y cementerios.
A todo esto hay que agregarle otra causa: el hacinamiento en el que vivían los inmigrantes de bajos recursos que llegaban de Europa.
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A mediados del siglo XIX se creía que la enfermedad se adquiría por el contacto con el enfermo o con sus vestidos y pertenencias, por eso mismo se aislaba a pacientes y desinfectaba hasta quemar su ropa y pertenencias.
Este último método funcionaba, pero no por su creencia, lo hacía ya que la fogata espantaba al mosquito que transmitía la enfermedad.
La gente de bajos recursos fueron sometidos a una especie de cuarentena: el ejército cercó el barrio para que no pudieran salir. Esto cambió la percepción para con ellos, considerándolos culpables de la propagación mortal.
Un tercio de los porteños terminó trasladándose en busca de aires más saludables. Las clases dominantes se desplazaron del Sur al norte, dejando los barrios del centro de la ciudad como San Telmo, Barracas y La Boca. Sus mansiones quedaron deshabitadas y ocupadas por los de menos recursos dando origen a los famosos conventillos.
Se clausuró el antiguo Cementerio del Sur y apareció uno nuevo: el de Chacarita donde llegaron a enterrarse más de 500 cadáveres en un solo día.
El ferrocarril del Oeste habilitó una línea de emergencia a lo largo de la actual Avenida Corrientes con cabecera en esta avenida y Pueyrredón. Una convoy transportaba solamente féretros en dos viajes y fue bautizado como el tren de la muerte.
Se dio un fuerte impulso a las obras de salubridad y agua potable. En 1871, la Comisión de Aguas Corrientes, Cloacas y Adoquinado planificó la construcción de las obras de agua corriente, cloacas y desagües pluviales que comenzaron en 1874.
Se propuso la creación de figuras sociales para el control y la vigilancia de los hábitos higiénicos: los comisionados de manzana (un vecino responsable) y el inspector médico.
En 1872 se inauguró el primer reservorio de agua de Buenos Aires en Plaza Lorea, en 1874 la planta de purificación de Recoleta y en 1884 el Palacio de Agua Corrientes que sirve para alojar los tanques de suministros de agua corrientes de la creciente ciudad.
Solo existe un monumento que recuerda a las víctimas de la epidemia, erigido en 1899 y se encuentra frente al hospital Francisco Javier Muñiz.
Por Yasmin Ali
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