El único caso en Argentina donde dos familiares de sangre se convirtieron en primeros mandatarios. Su difícil relación rodeada de misterios y un pecado imperdonable.
No existe un manual de fábrica que ayude a un hombre a ser un buen padre o a un joven ser buen hijo. Más difícil es si en medio de ambos hay sed de poder, ambición y una búsqueda desesperada por escalar en la política. De estos casos hay varios, no solo en la historia argentina, también en el mundo. Pero hoy tocará adentrarnos en la complicada relación entre Luis Sáenz Peña y Roque Sáenz Peña, dos presidentes argentinos que además eran padre e hijo.
No vamos a juzgar su relación o intentar entenderla desde los ojos del siglo XXI, para finales del siglo XIX la comunicación entre un padre y su hijo era muy distinta a la de ahora. Pero el hecho de que nuestros protagonistas se hayan sentado en el mismo sillón de Rivadavia, la hace más que particular.
No solo en el ámbito público se hizo notoria las rispideces entre ellos, un detalle de la vida privada de Roque marcaría a fuego a ambos y nos puede dar una idea de hasta dónde un hombre es capaz de llegar por el poder, incluso si significa lastimar a su propia sangre.
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Primero el padre Luis Sáenz Peña nació en Buenos Aires el 2 de abril de 1822. Fue un abogado renombrado que ocupó la vocalía en la Suprema Corte de Justicia de la Provincia, fue presidente del Banco Provincia e integró la Corte Suprema. Su carrera política, como varios nombres en esa época, se forjó a base de favores y buenas relaciones con los poderosos. Primero fue diputado y senador, luego llegaría a la presidencia.
Roque, su hijo, nació también en Buenos Aires el 19 de marzo de 1851. También abogado como su progenitor, fue diputado y ministro de Relaciones Exteriores. También peleó en el campo de batalla, primero participando de la Revolución de 1874 y años después en la Guerra del Pacífico. Esto último se verá más adelante. Su llegada a la presidencia se concretaría mucho tiempo después en 1910. Primero debería pasar mucha agua bajo el puente, o mejor dicho, varios encontronazos con Don Luis.
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Si nos ponemos a hilar fino, podemos trazar dos momentos claves de la relación padre-hijo donde, siendo espectadores neutrales, se puede decir que en ambas situaciones perdió Roque y por goleada. No hay muchos documentos que den cuenta de cómo era su relación personal, pero está claro que a Luis no le temblaba el pulso para destruir la moral del retoño.
Primero hay que viajar a finales de 1870, Roque era un veinteañero que había encontrado el amor o al menos eso creía. Para ese entonces conoció a una joven, Lucía Gálvez, con quien tenía serios planes de casamiento. Pero su padre fue determinante y se negó al romance. La relación entre ambos era insostenible, al punto que dejaron de hablarse.
Roque, en un intento por acercarse a su padre y buscando saber el motivo de su negativa para darle rienda suelta a su amor, lo visitó y fue allí donde se enteró de lo peor: aquella muchacha Lucía era en realidad su hermana, producto de una aventura de Luis. Con el corazón, por primera vez destrozado, no le quedó otra opción que romper relaciones y se marchó a Perú para combatir en lo que años después se conoció como Guerra del Pacífico.
Parece que a Don Luis no le fue suficiente con destruir el futuro a su hijo, porque años después lo volvió a hacer. Pero esta vez en el plano político. Se acercaban las elecciones presidenciales de 1892 y quienes elegían a dedo al próximo mandatario comenzaron sus discusiones, en el medio quedaron padre e hijo con serias chances cada uno.
Resulta que un sector del PAN, Partido Autonomista Nacional, buscaba cambios en la gestión fundando el Partido Modernista y candidateando a Roque a la presidencia. Ahí se metió Julio A. Roca que, para evitarlo, armó una alianza con el partido de Bartolomé Mitre, Unión Cívica, y unificar listas. ¿El elegido? Si, Luis quien a pesar de no tener mucha experiencia política era un nombre de exitoso pasado jurídico. Para no enfrentar políticamente a su padre, Roque optó por renunciar y dejándole la victoria servida al hombre que por segunda vez arruinaba sus sueños.
La vida es sabia, dicen, porque tres años después el padre en cuestión debió renunciar por falta de apoyo con un gobierno débil y poco recordado. En cambio, su hijo, quien llegó a la presidencia en 1910, pasó a los manuales de historia argentina por ser el impulsor de la ley que cambiaría a la democracia: la Ley Sáenz Peña.
Por Yasmin Ali
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