Frente a la injerencia ilegítima de Gran Bretaña y otras potencias extracontinentales con intereses en la zona, el país debe fijar una clara política hemisférica para asegurar la presencia en el continente antártico.
Base Esperanza, La Antártida. Foto Twitter @RosauraAudi.
No debe haber nadie en suelo argentino que no asocie la Antártida, o una porción de ella, a una parte integral de la República Argentina. En ese sentido, la política de Estado hacia al denominado continente blanco, y en especial la educativa, ha sido exitosa. Nuestros mapas reflejan un país bicontinental. Sin embargo, la realidad es algo más compleja, y aunque Argentina, como otros 6 países, reclama soberanía sobre territorio antártico, ésta no ha sido asignada y posiblemente nunca lo sea: ni para nosotros ni para ninguno. ¿A qué se debe esta situación? ¿De qué o quién depende que se reconozca? ¿Qué podemos hacer para lograr ese objetivo?
Queda claro, con lo dicho, que la actualidad y futuro de la Antártida quedan sujetos a ciertas peculiaridades producto de su régimen especial de administración. Ningún Estado tiene potestad sobre porción alguna de suelo del polo sur. Lo que existe es algo único: todo un continente administrado por un consorcio internacional de países que acordaron congelar los reclamos de soberanía y hacer un uso pacífico, cooperativo, fundamentalmente a través de la investigación científica y, más acá en el tiempo, de la explotación turística. Todo esto plasmado en lo que se conoce como el Tratado Antártico (TA).
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El TA fue firmado en Washington el 1 de diciembre de 1959 por 12 Estados –hoy los países signatarios del tratado son muchos más, 56-, y entró en vigor en 1961.
Hay que entender el contexto de plena Guerra Fría. Se buscaba poner un paraguas que protegiera a la Antártida de la competencia entre EEUU y la URSS. Es decir, no se podía, ni se puede actualmente, llevar adelante actividades de tipo militar. Además de la competencia entre las dos superpotencias, ocurría también que iban in crescendo las disputas entre países como Argentina, Chile y Gran Bretaña, entre otros, que profundizaban sus reclamos de soberanía sobre el mismo territorio. Para evitar sumar conflictividad en un territorio de dudoso valor para la época, se promovió la firma del Tratado y la administración conjunta.
Disputa por la Antártida. Foto: NA
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No daremos lujos de detalle, pero si algunas de las disposiciones fundamentales:
Comúnmente se cree que este tratado vence en algún momento, pero no es cierto. Si bien la vigencia estipulada en el tratado original era de 30 años, eso no significa que una vez cumplido ese tiempo el tratado vencía y volvía todo al estado anárquico anterior a su firma. Pasados los 30 años lo que se abría era la posibilidad de que cualquiera de los Estados signatarios pudiera pedir su revisión, cosa que efectivamente sucedió, y en 1991 se firmó lo que se conoce como el Protocolo de Madrid, entrado en vigencia en 1998.
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Esta revisión agrega, por pedido de los países signatarios:
Ahora bien, que estén congelados los reclamos no significa que se haya eliminado la potencialidad de conflicto, sobre todo considerando que ya son 35 los países que tienen bases (cerca de 70) en suelo antártico. Hasta aquí el marco legal que condiciona, por ahora, a los actores geopolíticos involucrados.
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Si bien se mencionan habitualmente los recursos naturales que alberga, surge la duda sobre la viabilidad económica actual de su explotación.
Por otro lado, el control de pasos estratégicos es una política que los Estados, cualquiera sea su forma, persiguen desde tiempos inmemoriales. Entre la península antártica y Tierra del Fuego se encuentra un paso natural interoceánico entre el Atlántico y el Pacífico, que retoma mayor relevancia ante los actuales y eventuales obstáculos en el Canal de Panamá.
No debemos olvidar que sobre esa misma porción antártica se superponen los reclamos de Argentina, Chile y Gran Bretaña, y estos dos últimos han celebrado a fines de 2023 diversos acuerdos de cooperación. Gran Bretaña ha anunciado la construcción de un mega puerto en nuestras Islas Malvinas para brindar servicios logísticos con miras a la Antártida. También Chile tiene un proyecto similar. Y hasta Brasil tiene alguna pretensión en la zona.
En la última visita de la jefa del Comando Sur de los EEUU, Gral. Laura Richardson, a la ciudad de Ushuaia, el presidente Javier Milei anunció la construcción de un puerto, con la misma finalidad, junto con los EEUU. Es evidente que la proyección antártica cobró demasiada importancia en estos últimos meses.
Argentina tiene una sólida posición para su reclamo: fue el primer país en tener presencia permanente en suelo antártico (1904), y a pesar de los cambios de gobierno y la fluctuación de recursos, su presencia se ha profundizado al punto de llegar a tener 13 bases, la mayor cantidad para un país en el polo sur. De ellas 7 son permanentes, con la inauguración de la última de ellas, Petrel. Como en casi ningún otro sector de la política interna o externa del país, la política antártica goza de continuidad. Un gran ejemplo de ello fue la reparación del rompehielos ARA Alte. Irízar, comenzada durante la administración de Cristina Fernández de Kirchner y terminada en la de Mauricio Macri, en un gran trabajo realizado en el astillero de propiedad estatal TANDANOR.
Sin embargo, sabemos que no es suficiente. Frente a la injerencia ilegítima de Gran Bretaña y otras potencias extracontinentales con intereses en la zona debemos fijar una clara política hemisférica. ¿Podría Argentina, aisladamente, hacer valer sus derechos? No, más bien se impone lo contrario, una política que incluya a sus vecinos, y permita mantener la presencia americana en el continente antártico.
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